Fútbol
A estas alturas ustedes qué prefieren:
- El vocinglero "a por ellos".
- El sirve para todo "sí-se-puede".
Consignas. Más allá del deporte, por cierto.
- El vocinglero "a por ellos".
- El sirve para todo "sí-se-puede".
Consignas. Más allá del deporte, por cierto.
sábado, abril 22, 2006
Híbrido
Por su carácter híbrido, Segurola reseñando un libro periodístico de un escritor y cineasta, reproducimos un artículo aparecido en Babelia.
SANTIAGO SEGUROLA
BABELIA - 22-04-2006
En el periodista Martín Girard se encuentran los cimientos del gran director de cine y magnífico escritor que es Gonzalo Suárez. Si no fuera porque Suárez inventó a Girard se podría pensar que Suárez es una invención de Girard, posibilidad que no conviene descartar porque en la naturaleza de este hombre, quienquiera que sea, es esencial la sorpresa y el desconcierto, tal y como señala Eduardo Mendoza en su exquisito prólogo a La suela de mis zapatos. El libro recoge una selección de artículos firmados por Martín Girard, periodista aterrizado en Barcelona por causas familiares. Su madre era la segunda mujer de Helenio Herrera, conocido como H H, entrenador del Barça y posteriormente del Inter de Milán, hombre con cuatro pasaportes en el bolsillo y un apodo: El Mago.
Gir
ard era algo más que el álter ego de Suárez, o el disfraz para poner distancia periodística con Helenio Herrera. Girard es un personaje en sí mismo, un recién llegado a la Barcelona de finales de los cincuenta que no se deja impresionar por la ciudad, quizá porque inmediatamente desveló sus códigos y sus secretos. Y eso era mucho mejor que el asombro. Desde luego, mucho mejor para el periodista que durante los siguientes años repasaría con buen ojo y mucho estilo a la Barcelona de los sesenta. El libro es algo más que un resumen de aquel tiempo y de las andanzas de un joven reportero. Es un mosaico perfectamente diseñado por Gonzalo Suárez, cuya peculiar naturaleza juguetona se manifiesta en los comentarios que preceden, siguen o se intercalan en las notas de Girard. Se trata de un desorden concertado, o de un orden desconcertante, pero nunca aleatorio. Presente y pasado se mezclan con tanta elegancia que resulta inútil preguntarse por estas cuestiones. Todo queda perfectamente encajado en el diálogo implícito que Suárez mantiene con Girard. O sea, con él mismo. ¿O no?
Hay algo de misterioso en la trama de un libro que no es una novela. Pero tampoco es una antología de artículos. La suela de mis zapatos es un certero trabajo de Gonzalo Suárez sobre alguien al que conocía muy bien. El tal Martín Girard irrumpió en el periodismo sin complejos, con una mirada universal de las cosas, que le permitía saltar del fútbol al boxeo, del cine a los sucesos, de la crónica de viaje al pequeño comentario local, de la entrevista al reportaje. Siempre con grandes resultados. Amagado como un cruce de Sam Spade y Philip Marlowe, el periodista Girard se maneja en el oficio con la elegancia de los cínicos, pero sin caer jamás en el desprecio, con una eficacia excepcional en los diálogos y con una precisión que resiste la prueba del tiempo cuarenta años después. Se dice ahora que Girard fue un precursor del nuevo periodismo, un adelantado a Tom Wolfe, pero esa consideración puede interpretarse mal. Lo verdaderamente asombroso es que la subjetiva mirada de Martín Girard -escribe en primera persona, dialoga con el lector, no se ahorra opiniones- ofrece más garantías de objetividad que cualquiera de esos venenosos textos que pretenden proclamarse neutros. Se trata de una cuestión de talento, clase, credibilidad y buen humor, nunca mejor acreditado que en el descacharrante reportaje con el tenista Juan Antonio Couder, una pieza maestra. En este caso el tiempo es un aliado de Girard, cuyos comentarios de Pelé, Fernán-Gómez, Di Stéfano, Camilo José Cela, Buñuel o Fred Galiana constituyen un ejercicio profético. Todos ellos terminarían por cumplir al milímetro el perfil que trazó este periodista singular, un grande que terminó su obra cuando decidió reinventarse. Esta vez como Gonzalo Suárez, el cineasta.
Y como remate, unas palabritas de Gonzalo Suárez en la entrevista previa:
SANTIAGO SEGUROLA
BABELIA - 22-04-2006
En el periodista Martín Girard se encuentran los cimientos del gran director de cine y magnífico escritor que es Gonzalo Suárez. Si no fuera porque Suárez inventó a Girard se podría pensar que Suárez es una invención de Girard, posibilidad que no conviene descartar porque en la naturaleza de este hombre, quienquiera que sea, es esencial la sorpresa y el desconcierto, tal y como señala Eduardo Mendoza en su exquisito prólogo a La suela de mis zapatos. El libro recoge una selección de artículos firmados por Martín Girard, periodista aterrizado en Barcelona por causas familiares. Su madre era la segunda mujer de Helenio Herrera, conocido como H H, entrenador del Barça y posteriormente del Inter de Milán, hombre con cuatro pasaportes en el bolsillo y un apodo: El Mago.
Gir
ard era algo más que el álter ego de Suárez, o el disfraz para poner distancia periodística con Helenio Herrera. Girard es un personaje en sí mismo, un recién llegado a la Barcelona de finales de los cincuenta que no se deja impresionar por la ciudad, quizá porque inmediatamente desveló sus códigos y sus secretos. Y eso era mucho mejor que el asombro. Desde luego, mucho mejor para el periodista que durante los siguientes años repasaría con buen ojo y mucho estilo a la Barcelona de los sesenta. El libro es algo más que un resumen de aquel tiempo y de las andanzas de un joven reportero. Es un mosaico perfectamente diseñado por Gonzalo Suárez, cuya peculiar naturaleza juguetona se manifiesta en los comentarios que preceden, siguen o se intercalan en las notas de Girard. Se trata de un desorden concertado, o de un orden desconcertante, pero nunca aleatorio. Presente y pasado se mezclan con tanta elegancia que resulta inútil preguntarse por estas cuestiones. Todo queda perfectamente encajado en el diálogo implícito que Suárez mantiene con Girard. O sea, con él mismo. ¿O no?
Hay algo de misterioso en la trama de un libro que no es una novela. Pero tampoco es una antología de artículos. La suela de mis zapatos es un certero trabajo de Gonzalo Suárez sobre alguien al que conocía muy bien. El tal Martín Girard irrumpió en el periodismo sin complejos, con una mirada universal de las cosas, que le permitía saltar del fútbol al boxeo, del cine a los sucesos, de la crónica de viaje al pequeño comentario local, de la entrevista al reportaje. Siempre con grandes resultados. Amagado como un cruce de Sam Spade y Philip Marlowe, el periodista Girard se maneja en el oficio con la elegancia de los cínicos, pero sin caer jamás en el desprecio, con una eficacia excepcional en los diálogos y con una precisión que resiste la prueba del tiempo cuarenta años después. Se dice ahora que Girard fue un precursor del nuevo periodismo, un adelantado a Tom Wolfe, pero esa consideración puede interpretarse mal. Lo verdaderamente asombroso es que la subjetiva mirada de Martín Girard -escribe en primera persona, dialoga con el lector, no se ahorra opiniones- ofrece más garantías de objetividad que cualquiera de esos venenosos textos que pretenden proclamarse neutros. Se trata de una cuestión de talento, clase, credibilidad y buen humor, nunca mejor acreditado que en el descacharrante reportaje con el tenista Juan Antonio Couder, una pieza maestra. En este caso el tiempo es un aliado de Girard, cuyos comentarios de Pelé, Fernán-Gómez, Di Stéfano, Camilo José Cela, Buñuel o Fred Galiana constituyen un ejercicio profético. Todos ellos terminarían por cumplir al milímetro el perfil que trazó este periodista singular, un grande que terminó su obra cuando decidió reinventarse. Esta vez como Gonzalo Suárez, el cineasta.
Y como remate, unas palabritas de Gonzalo Suárez en la entrevista previa:
En lo que respecta a mi colaboración con Herrera, comenzó en su etapa del Inter de Milán. Yo me limitaba a proporcionarle los informes tácticos que él me pedía para contrarrestar el catenaccio, la táctica del cerrojo defensivo. Se trataba de diseñar estrategias para crear espacios. Ésa fue mi pequeña contribución al advenimiento del llamado fútbol moderno.
viernes, abril 21, 2006
Prueba. Calentando para una final: Barcelona-
Este post es de prueba. El gol fue de verdad.
jueves, abril 06, 2006
aspereza y elasticidad
Veo jugar al Barça contra el Benfica en el partido de vuelta de cuartos de final de la Champions League. Un partido menor, a ambos equipos les separa un mundo, una galaxia, aunque el Barça transmite esa sensación casi casi juegue contra quien juegue. Disfruto del partido, esperando tranquilamente a que las miles de oportunidades que genera el cuarteto mágico Iniesta-Deco-Etoo-Ronaldinho den sus frutos. Me doy cuenta de que el fútbol cuando se juega bien es algo fascinante en sus infinitas posibilidades. Llega el primer gol de Ronaldinho. Pasa el tiempo y los aburridos locutores de TVE1 se empeñan en transmitir una ansiedad falsa: todos sabemos el final de esta película. El segundo gol de Etoo resume perfectamente el ideario estilístico del Barça, un balón robado con esfuerzo en medio del campo, tres pases eléctricos, un control en carrera imposible para un número infinito de jugadores que pretenden formar parte de la élite de este deporte, un latigazo inapelable. Desde mi sofá grito como un poseso, embriagado por una satisfacción que procede no del simple paso de ronda en la competición europea, sino del placer de saber que estoy asistiendo a momentos únicos. Este equipo, el mejor que ha juntado el Barça en los últimos veinte años, será casi imposible de superar en el futuro. Vivamos el momento.
domingo, abril 02, 2006
Ya queda menos
Desde aquí, escondido, como el Madrid esta noche:
La liga la ganará el Barça. Ya la tenía ganada, sólo faltaba la incertidumbre que hubiese provocado otro resultado hoy. Incertidumbre e incredulidad, porque nadie hubiera comprado un Marca mañana con un titular del tipo "Hay liga". No la había y a López Caro, mientras el Madrid se defendía, nadie le ha enseñado una clasificación. Once puntos, no dos, ni tres. Claro que uno se defiende porque no puede hacer otra cosa. Salvo algún cambio. Un cambio, por favor, y no guardarse a Pablo García o a cualquier otro para perder tiempo en el descuento. Qué orgulloso estará por esos treinta segundos. Y por su equipo, que no ha perdido.
Y no perder es reconocer que no se puede ganar.
Tiempos de Barça, por su juego. Jueguen.
La liga la ganará el Barça. Ya la tenía ganada, sólo faltaba la incertidumbre que hubiese provocado otro resultado hoy. Incertidumbre e incredulidad, porque nadie hubiera comprado un Marca mañana con un titular del tipo "Hay liga". No la había y a López Caro, mientras el Madrid se defendía, nadie le ha enseñado una clasificación. Once puntos, no dos, ni tres. Claro que uno se defiende porque no puede hacer otra cosa. Salvo algún cambio. Un cambio, por favor, y no guardarse a Pablo García o a cualquier otro para perder tiempo en el descuento. Qué orgulloso estará por esos treinta segundos. Y por su equipo, que no ha perdido.
Y no perder es reconocer que no se puede ganar.
Tiempos de Barça, por su juego. Jueguen.
sábado, enero 07, 2006
los saltos de esquí del uno de enero
En esa zona brumosa del cerebro en la que permanecen guardadas como defectuosas copias de seguridad del sistema los días 1 de enero de bastantes años de la vida de uno, puede encontrarse en el imaginario colectivo la sensación penetrante y aguda que acompaña a la siguiente asociación de ideas: saltos de esquí = resaca.
Este año, como algunos desde hace hace ya una temporada, he visto los saltos a trozos, completamente sobrio y despejado (es más, nos levantamos a las 10 de la mañana para ir a desayunar por ahí) y ansioso por revivir la magia de otros años, en los que, incrustado en el sofá, veía, como a cámara lenta, a unos tipos tirarse por una rampa y planear sobre la nieve de una forma extraña: las alas, en vez de salirles de los hombros, se hallaban en los pies. Sin dolor de cabeza ni sensación de oh-dios-otra-noche-absurda, debo decir que los saltos pierden mucho. Sin la boca pastosa y los párpados cerrándose continuamente como una trampa para osos, los saltos parecen una cosa fría, elegante pero sin vida, pulcra, exagerademente calculada.
Los momentos más gratificantes que recuerdo eran, cuando, por cualquier circunstancia absurda -un pie mal puesto, una pequeña corriente de aire imprevista, la nieve más blanda de lo debido- alguno de los participantes no terminaba de pie el recorrido. La sensación de irrealidad se acentuaba vigorosamente. Uno podía quedarse extasiado con las repeticiones del tortazo creyendo que eran varios golpes diferentes.
Mi recomendación para los programadores de televisión que los emiten sería que previamente dieran un aviso como éste: no vean este programa si han dormido correctamente, si no han dedicado la noche de fin de año a beber, a bailar y a hacer el idiota; no vean este programa si no están bajo los efectos de una resaca monumental, de una noche de más de cuatro horas; no vean este programa si su cabeza está lista para cosas más complicadas, porque, de lo contrario, sentirán una decepción imposible de explicar, algo equivalente a una pérdida de fe, algo relacionado con la pérdida de los tiempos en los que no importaba acostarse el uno de enero a las diez de la mañana y levantarse a las dos para comer, mientras el mundo parecía un objeto borroso, la familia un ejército de maniquíes extrañados, y la tele, oh la tele, el único lugar donde enfocar los ojos sin temor a quedarse ciego, observando los vuelos absurdos de unos tíos vestidos con algo parecido a un pijama, unas tablas en los pies y unas gafas como de piloto de aviación.
Me hubieran ahorrado la decepción, aunque últimamente hay pocas cosas que no me produzcan la misma sensación.
Este año, como algunos desde hace hace ya una temporada, he visto los saltos a trozos, completamente sobrio y despejado (es más, nos levantamos a las 10 de la mañana para ir a desayunar por ahí) y ansioso por revivir la magia de otros años, en los que, incrustado en el sofá, veía, como a cámara lenta, a unos tipos tirarse por una rampa y planear sobre la nieve de una forma extraña: las alas, en vez de salirles de los hombros, se hallaban en los pies. Sin dolor de cabeza ni sensación de oh-dios-otra-noche-absurda, debo decir que los saltos pierden mucho. Sin la boca pastosa y los párpados cerrándose continuamente como una trampa para osos, los saltos parecen una cosa fría, elegante pero sin vida, pulcra, exagerademente calculada.
Los momentos más gratificantes que recuerdo eran, cuando, por cualquier circunstancia absurda -un pie mal puesto, una pequeña corriente de aire imprevista, la nieve más blanda de lo debido- alguno de los participantes no terminaba de pie el recorrido. La sensación de irrealidad se acentuaba vigorosamente. Uno podía quedarse extasiado con las repeticiones del tortazo creyendo que eran varios golpes diferentes.
Mi recomendación para los programadores de televisión que los emiten sería que previamente dieran un aviso como éste: no vean este programa si han dormido correctamente, si no han dedicado la noche de fin de año a beber, a bailar y a hacer el idiota; no vean este programa si no están bajo los efectos de una resaca monumental, de una noche de más de cuatro horas; no vean este programa si su cabeza está lista para cosas más complicadas, porque, de lo contrario, sentirán una decepción imposible de explicar, algo equivalente a una pérdida de fe, algo relacionado con la pérdida de los tiempos en los que no importaba acostarse el uno de enero a las diez de la mañana y levantarse a las dos para comer, mientras el mundo parecía un objeto borroso, la familia un ejército de maniquíes extrañados, y la tele, oh la tele, el único lugar donde enfocar los ojos sin temor a quedarse ciego, observando los vuelos absurdos de unos tíos vestidos con algo parecido a un pijama, unas tablas en los pies y unas gafas como de piloto de aviación.
Me hubieran ahorrado la decepción, aunque últimamente hay pocas cosas que no me produzcan la misma sensación.
martes, noviembre 22, 2005
2667
En una utopía donde las normas no existiesen porque se hubiera alcanzado un grado tal de mesura, raciocinio, bondad y farmacología que no las hicieran necesarias; en un mundo así, ideal o claustrofóbico, todavía seguiría existiendo un lugar donde las reglas sobrevivirían: una mesa de billar.
Jugadores perseguidos por fijar las pautas del duelo, fieles a unas normas que aumentan la dificultad y equilibran las fuerzas, cada uno de ellos se convertiría en un peligro para una sociedad ya incapacitada para ordenarse de una manera distinta a la lógica. Decidirían por sí mismos, delante de la mesa y taco en mano, un acuerdo entre caballeros donde la palabra es suficiente para comenzar a jugar.
Imagínense los cinéfilos un cruce entre Blade Runner y El buscavidas, ahí está depositado el imaginario de este post.
Disfruten la partida.