jueves, noviembre 17, 2005

ser y jugar

Todos aquellos que hemos disfrutado de interminables partidos de fútbol durante las eternas tardes de los veranos de nuestra infancia sabemos algunas cosas sobre las personas que no aparecen en los libros de psicología, en los manuales de autoayuda, posiblemente ni siquiera en los textos que manejan los criminólogos para intentar entender las múltiples variaciones que experimenta la personalidad de un ser humano en circunstancias extremas. Por ejemplo, cuando uno lleva dos horas de partido, va perdiendo nueve a uno en un partido que es a diez goles, y, sin saber como, en media hora más le ha dado la vuelta al marcador y ha terminado ganando diez-nueve. Las veces que eso ocurría, en las tardes eternas de los veranos interminables de nuestras infancias infinitas, al acabar el partido, todos los jugadores nos dirigíamos en silencio a darnos un baño a la playa más cercana. En el aire cálido de algún verano de la década de los setenta o de los ochenta, en el pequeño campo de fútbol en el que nos dejábamos las energías irrecuperables de nuestra niñez durante los veranos, con el sol al borde la línea del horizonte, se podía respirar el olor del juego cuando éste ha alcanzado la categoría de religión. No éramos simples jugadores de fútbol. Éramos, durante el tiempo del partido, algo más que eso. Y durante las casi tres horas en las que nos peléabamos por algo tan absurdo como llegar primeros a meter diez goles, experimentábamos un catálogo de sensaciones y estados de ánimo que después, en la vida adulta, sólo he sido capaz de reconocer de manera fragmentaria y desvaída. Sin la intensidad de aquellos años. Quizás lo más sorprendente resultaba la correspondencia que existía entre como éramos cada uno de nosotros y la forma que teníamos de jugar. Algo extraño, ver las personalidades de tus amigos expresándose a través de patadas y carreras, de codazos y empujones, dando saltos o tirándose en plancha para rematar un centro con rosca. Sí. En cada gesto iba algo de nosotros en su forma más auténtica. Mis recuerdos de mí mismo son los siguientes: cierto miedo escénico ante la responsabilidad que uno adquiere al formar parte de un equipo; cierta incapacidad para creerme del todo el valor de mis acciones, tanto para lo bueno como para lo malo; dosis considerables de torpeza; cientos de miles de decisiones equivocadas cada minuto; una incapacidad sistemática para tomar decisiones de importancia correctas, acosado por dudas en los momentos más comprometidos, como cuando me quedaba solo delante del portero y acababa enviando el balón fuera del campo; internadas suicidas por las bandas que daban casi siempre conmigo en el suelo; algún centro-chut aislado que acababa milagrosamente en el fondo de la portería; la sensación epifánica, al menos una vez cada verano, de marcar el gol decisivo en el momento más inesperado. Y mi amigo F., con quien jugaba casi siempre en el mismo equipo, gritándome para que corriera más, para que no fuera el pusilánime atolondrado que no era capaz de dejar de ser: el tipo que uno quiere tener siempre de su lado, porque cuando se ponía a jugar, ganar no era una opción, era la única posibilidad válida.

La forma de jugar, cuando uno es niño, es un mensaje codificado acerca de como será cada cual en el futuro en la vida real. Pero eso uno sólo lo adivina mucho más tarde, cuando deja de practicarlo y, echando la vista atrás, añora tanto lo que fue como lo que no ha sido.